El dios mostró esa sonrisa de corona en su rostro aniñado, patillas de fauno y sombrero de fiesta. El hombre que le había arrebatado el plumero hizo el gesto de partirlo contra la rodilla, pero entonces Momo levantó un dedo para pedirle atención; el hombre miró. Y vio. Que había sido antes otro dios menos amable, cuando la ciudad aún no lo había envenenado con su bonanza y desvergüenza. Que ese otro dios recibía ofrendas de niños quemados y, por supuesto, de hombres. Que seguía ahí detrás de sus ojos. Y el hombre le devolvió el plumero y salió corriendo. |
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Ilustración Ana SalgueroTexto Juan González Mesa |