La mujer que alimentaba a la pantera aceleró sus pasos por las murallas de San Carlos hasta detenerse a la altura de la estatua de Ory.
De todas las evocaciones que la pantera le regalaba, la que más gozaba era cuando se transformaba en un mascarón de proa, extendida sobre la gruesa rama que sobrepasaba la balaustrada y se adentraba hacia el mar.
Sin embargo, algo le decía que la pantera se había marchado.
Soltó la pesada bolsa de despojos y suspiró resignada.
En la plataforma rocosa del faro de las Puercas, la sombra alargada giraba con parsimonia sobre la luminaria.
¿Cómo voy a ir hasta allí?
La pantera alzó su cuello. Quizás, para aspirar aquel olor que, misterioso, llevaba gustándole durante siglos.

Y el hombre le devolvió el plumero y salió corriendo.


Ilustración Bea Cuevas
Texto Pepe Maestro

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