Hércules y el Carro del Sol
Ilustración: Ana Salguero
Texto: Manuel Barrios
“Cuentan las crónicas de los tiempos antiguos en los que Apolo y Helio eran uno y cuando la furia de los celos aún no había sido sofocada en Hera, que ésta urdió un plan para acabar con la vida del hijo de su esposo Zeus y la diosa Leto. Si previamente no pudo evitar el nacimiento de Apolo a pesar de prohibir que Leto diese a luz en tierra firme, ahora su ardid se trataría de un regalo envenenado: una túnica impregnada en la pozoñosa sangre del Centauro Neso.
Apolo, ilusionado por tal presente e ignorante de su fin, corrió a lucir su nueva vestimenta mientras surcaba los cielos montando a los caballos que tiraban del carro del Sol. Cuanto más calentaban los rayos del Astro Rey, más penetraba el veneno en la piel del dios y mayor el dolor que le infringía: lo que comenzó siendo un leve picor se convirtió en poco en un aullido de desesperación y locura que, sin duda, lo habría llevado de manera indefectible a las puertas de la muerte de no ser porque atinó a deshacerse del vestido a tiempo. A cambio, perdió el control de los caballos, cayó desde gran altura y su cuerpo permaneció en el fondo del mar hasta que pudo ser rescatado. Así pues, con el carro del Sol desbocado, el mundo se vería sumido en un caos de luz y oscuridad alternantes en el que los días y las noches se sucederían sin ritmo fijo. Tres jornadas de noche contínua sucederían a cuatro días de Sol radiante, para posteriormente reinar de nuevo el Sol en los cielos mientras los caballos, a su libre albedrío, no gustaran de esconderlo de nuevo y permitir así el imperio de Artemisa, hermana gemela de Apolo y dueña y señora de la Luna.
Los mitógrafos coinciden en que Zeus, en su afán de devolver el orden al mundo de los humanos pero sin desear enfrentarse directamente con su esposa, ordenó a Hércules, su hijo semidiós, utilizando su fuerza sobrehumana, volver a domar a los caballos y devolverlos a su legítimo dueño, quien una vez repuesto gracias a las dotes curativas de Asclepio esperaba impaciente recuperar su sin par montura.
Durante todo un día persiguió Hércules a los equinos rumbo a Occidente, a través de todo el orbe conocido. Sabiéndose ya cercano al horizonte, toda vez que habían atravesado las conocidas columnas que indican el principio de la nada, Hércules consiguió atrapar las riendas danzantes al viento y, un pie a tierra sobre Erytheia y otro sobre Kotinoussa, valerse de sus recordadas Islas Gadeiras, libres ya del Gigante Gerión, para contrarrestar con la fuerza de sus músculos la velocidad de los cuatro caballos voladores desbocados, apaciguándolos y cumpliendo de tal forma el encargo de su padre. Y aunque hubieran sido mil, pues de todos es conocido que no hay humano ni Dios que en fuerza e ingenio supere a aquél que tiene en él lo mejor de los dioses y de los humanos. Desde aquel momento, el Sol se retira a dormir puntualmente cada tarde entre las dos islas gaditanas; un solo día sucede a una única noche; las mareas bailan al ritmo riguroso que marca la Luna y los pescadores se atienen a la más maravillosa de las rutinas habidas en la Naturaleza: el orden de Zeus”.
Ilustrado por
Texto de Manuel Barrios
Gaditano. Médico de formación que ejerce su profesión en el exilio. Entre paciente y paciente saca un poco de tiempo y compone algún que otro relato para que lo ilustre su artista y compañera de viajes preferida. En la actualidad trabajan en la realización de su primer álbum ilustrado.