Hércules el Conquistador
Ilustración: Francisco Asencio
Texto: Nuria Cifredo
Si has estado alguna vez a punto de meter la pata en tu primera cita tienes que pensar que es algo que a todo el mundo le ha pasado, si no en la primera, seguro que en la segunda. Pueden ser muchos los condicionantes de ese fatídico momento, pero si encima tu nombre es Hércules y tu padre el alcalde ten por seguro que los astros que coincidan esa noche van a influir mucho en el desarrollo de tu noche de pasión.
Las mujeres no se le dieron nunca bien a nuestro protagonista. Todas eran para él un misterio y todas ocultaban alguna extraña manía que conseguía desquiciarle. Tenía la sensación de que sus esfuerzos hacia ellas caían habitualmente en saco roto, tal y como quedaba demostrado en lo poco que le duraban sus relaciones. Aunque estaba claro cuál era siempre su trabajo más duro: conquistarlas.
El cargo de su padre, le abría muchas puertas y le hacía partícipe de ese halo de erotismo que dicen que tiene el poder. Se diría que incluso le confería una fuerza especial a su personalidad que él procuraba aprovechar. Sin embargo y por lo expuesto anteriormente las expectativas de sus acompañantes siempre eran muy altas. Debían dar por sentado que él era un hombre especial, con el vigor de un toro, la delicadeza de un pequeño cervatillo, la fuerza de un dragón o la capacidad de estar atento a todo como si tuviera dos cabezas. ¿De dónde sacarían las mujeres semejantes ideas? En su favor, asumía que siempre que quería reservar mesa en alguno de los restaurantes de moda de la zona no tenía más que dar su apellido y le agasajaban con la mejor situada sin necesidad de esperar turno. Justo lo que había sucedido la noche en la que decidió seducir a una nueva amiga y en la que, pletórico e ilusionado, se había asegurado el sitio más coqueto en la terraza privada de su local favorito, mirando al mar Atlántico. En cuanto su cita apareció resplandeciente y guapísima se olvidó enseguida de todas sus reflexiones y se propuso disfrutar de su compañía y de una buena conversación regada con una botella del mejor vino de la tierra. Y la noche transcurría con éxito hasta el minuto en el que ella se despojódel pañuelo que llevaba cubriendo su cuello y dejó a la vista sus hombros y un fabuloso escote adornado por una pequeña cadena de oro del que colgaba una serpiente tallada en vidrio. Y si había algo que Hércules no podía soportar eran las serpientes. Quizás sus ancestros le habían hecho heredar esa terrible aversión por los ofidios, o quizás fuera la reminiscencia de algún trauma de la infancia, pero no era capaz de controlarlo. Con lo cual ya no pudo apartar la vista de su pecho, temiendo que en el momento en el que él estuviera distraído el pequeño e hipnótico reptil fuera a cobrar vida y a saltar sobre su yugular acabando con su cena romántica. En un principio la chica pensó que el interés de su acompañante por su indumentaria era del todo normal, pero a medida que se sucedían los platos, y las copas vacías, tuvo clarísimo que lo único que parecía llamar la atención a Hércules era su escote. Y empezó a sentirse incómoda, y a extrañarle que se levantara de la mesa tan a menudo con sudores y excusas para ir al lavabo pero decidió continuar la velada. Entretanto, Hércules llegó a pensar, a la vuelta de una de sus frecuentes huidas, en quedarse escondido toda la noche en una de las dos gigantescas tinajas que adornaban el florido y engalanado patio del restaurante, pero obviamente asumió que no sería la forma más adecuada de acabar con su suplicio. Así que optó por sacar sus mejores armas y enfrentarse a aquel animal con decisión y picardía. Terminaron la cena con avidez y llevó a la chica hasta la balaustrada del gran mirador agasajándola con requiebros y dulces cumplidos, mientras jugaba con su pañuelo a acariciarla a la vez que tapaba a su pequeña enemiga. Comenzó a besar con suavidad su hombro derecho manteniendo en la mano el pañuelo con el que ocultaba a la serpiente con el fin de mantener alejado su poder sobre él. Y entre besos y caricias a la luz de la luna y con el ruido del mar como cómplice, Hércules abrió el cierre de la cadena de su acompañante y con un rápido movimiento de manos lanzó con pasmosa habilidad la serpiente hacia las negras olas sin que ella se diera cuenta.
Henchido de satisfacción y aliviado por sentir allanado el camino hacia el interior del escote de aquella maravillosa chica, Hércules la sacó zalamero del restaurante, entre susurros y abrazos, confiando su suerte a que ella no echara de menos su adorno hasta bien empezada la mañana.
FIN
Ilustrado por
Texto de Nuria Cifredo
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