Hércules y la Hidra
Ilustración: Diego Cornejo
Texto: Martín Hidalgo
Cuenta la leyenda – quién si no – que allí fue el joven Hércules, a las tierras pantanosas de Lerna, donde arañas como puños y sanguijuelas viscosas habitan desde mucho antes de que comenzara el tiempo. Debía cumplir el segundo de la docena de trabajos que le había impuesto la furiosa Hera, que no sabía que, al final, el castigo de Hércules sería el suyo propio. Y allí se dirigió el joven musculoso, armado con todo lo que pudiera hacer daño, con ese tigre bizco y aburrido que le coronaba la cabeza. Caminó hasta allí con una sonrisa insolente, seguro como el que solo sabe ganar. Debía matar a un terrible monstruo, uno más de los muchos a los que tuvo que enfrentarse. ¿A cuántos monstruos se enfrenta un hombre en su vida? La Hidra de Lerma era un ser terrible, temido incluso allá donde la tierra empieza a curvarse, tan lejos que allí solo llegan las historias que de verdad importan. Una serpiente enorme como una montaña y con innumerables cabezas, tantas que nadie ha conseguido contarlas. Su fétido aliento era capaz de secar la primavera, capaz de robarles la vida a ejércitos enteros a kilómetros de distancia. Hércules fue astuto como los viejos aconsejaban y se cubrió la boca y la nariz para no respirar aquellas pestilencias. Pero ese olor no era lo peor que le esperaba. Aquellas cabezas nacidas de un solo cuerpo no paraban de hablar, enloquecidas, cada una discutiendo con las otras, todas llevando razón a la vez. En aquel parloteo había de todo, las que escupían verdades entre sus colmillos afilados y las que dudaban de todo, hasta de sí mismas, no había manera de ponerse de acuerdo. Unas que si sí, otras que si no, muchas que quizás. Si lo hubiera sabido, Hércules se hubiera taponado las orejas con cera, pero claro, nadie había llegado tan lejos para poder contarlo. Aquello era inaguantable, como todas hablaban a la vez, ninguna se escuchaba. La siempre enfadada, a la que todo le resulta un fastidio, la aburrida, la cansada, la ingenua, la torpe, la preocupada, la temerosa. Hércules trató de acabar con aquel jolgorio insoportable, lanzó flechas de fuego pero no logró ni interrumpir por un segundo a las cabezas parlantes, apenas consiguió que se les escaparan algunas consonantes. Trató de cortar sus cuellos con su espada mellada pero conforme terminaba el corte crecía al instante una nueva cabeza que continuaba la conversación justo donde la había dejado la de antes. Y lo que es peor, las que caían al suelo permanecían charlando como si siguieran vivas. Parecía que ni siquiera se dieran cuenta de que Hércules andaba por allí tratando de acabar con ellas, tan enfrascadas como estaban en su discusión interminable. Quizás si dejaran de hacerlo, si se pusieran de acuerdo, dejarían de soltar ese olor que de malo era mortal. Menos mal que no muy lejos se encontraba su sobrino Yolao al que no dudó en pedirle ayuda. Pensaron juntos -si no, no se les hubiera ocurrido- que mientras Hércules les rebanaba el cogote, Yolao se apresuraría a quemarles sobre el corte para que no volvieran a crecer aquellas cabezas parlanchinas. Tardaron horas en descabezar a la Hidra, tardaron también otras tantas en quemar todas las que seguían hablando por los suelos. Al final, Hércules y Yolao se sentaron juntos, cansados como nunca antes, rodeados de cenizas todavía humeantes. No tuvieron nada que decirse, al fin habían devuelto el silencio a la tierra.